La primavera está enajenando a mis pájaros.
¡Pobres!
Llevan rumoreando una eternidad enramillando
su alegría, cuando llegan días de invierno
y muda su canto feliz en canto tirititón.
Ellos, mis pájaros, iban y venían con
sus piquitos cargados para anidar.
Anidaron. Siempre lo hacen.
Año tras año anidan sin pedirme permiso
en las ranuras de la salida del gas,
en la ventana de atrás.
(Nada romántico, les digo)
Hubo un tiempo que tomé la determinación de exterminarlos.
Llamé a quienes ofician eso de hacer desaparecer pájaros y nidos.
Vinieron y se fueron ante mi abatimimento,
mi sentimiento de culpa, mi incapacidad
para la vileza.
Desde entonces viven aquí sin vivir en mi ni conmigo.
Ellos traen rumores de primavera,
rayos de sol de cielos despejados y celestes,
siseo de flores, silbidos de vientos.
Fabrican su nido y al tiempo, una algarabía de piares
chiquitos inundan la cocina
en cada amanecer.
Yo me acurruco y ronroneo de placer ante sus cantos.
Me aíslan por segundos del mundo,
construyen otra especie de nido floreado y disperso
desde donde tomo impulso
y sin volar como ellos, vuelo.