No dejaba de decirme que había que saber ver más allá. Yo siempre lo interpretaba como mirar más lejos, quizá buscando un horizonte allende al más "próximo" ya de por sí, lejano.
En la orilla del mar, mirando la delgada línea que lo separaba del cielo, trataba de advertir cualquier movimiento que indicase la existencia de algo aún más remoto.
Jamás vi nada más que las ondas del agua en calma chicha o las gaviotas revoloteando y cayendo en picado a por su alimento. Sentí en varias ocasiones pececillos diminutos entre mis pies jugueteando e infinidad de veces, imaginé que la espuma de las olas procedía del baño relajante de sirenas...
En el paisaje accidentado, dejaba vagar la vista por los cortantes de las montañas sin atisbar otra cosa que el planeo de las aves aquí y acullá, el verde convertido en un azul grisáceo al atardecer cuando el sol, ya mustio, cambiaba el turno a la luna; a ésta asomarse tímida al principio para convertirse en reina después en su trono de estrellas.
Siempre; invariablemente, intentando ver más allá en la oscuridad, comprendí que lo único evidente, era que el silencio no era tal, que de él, emergían montones de ruidos chiquitos, pero que al unirse, orquestaban la negrura.
De día, independientemente de la estación, sólo pude advertir los cambios de color, el trasiego del paisaje vistiéndose y desvistiéndose al compás de las horas, siempre embaucador, engalanado con las flores de la época y el tránsito celestial de la estación que aconteciese.
Veía llanto en la lluvia o fuego, a veces de deseo y otras de furia, en el calcinado sol estival.
Entonces, para mis adentros, surgían los ineludibles interrogantes...
¿Llegaré a ver más allá algún día?
¿Más allá es más lejos?
* Óleo de Aldo Rojas.