Pensaba en mi cerebro, en esa carnosidad rugosa debajo del cabello,
tratando de inventar de otra forma la enjundia de mi ser.
Qué feos somos por dentro, pensé...
Forcé las cuerdas del violín de la entelequia
fascinante a la que me doy por vencida una y otra vez
e imaginé metamorfosearse esa masa extraña en un jardín.
¿Por qué no?
De rododendros plagados de poéticos pompones exaltados.
Un camino separaba los arbustos perfectamente alineados a la par que ingobernables.
Me vi pasar diminuta, apenas alfiler en el verdoso telar que se extendía,
en medio de aquella frondosidad recién fabricada.
Perdí el paso apresurado, rescaté la soledad de las ruinas que asolan hueras realidades,
perfumé las células nerviosas de encalmo con la esencia de pimpollos metafísicos
llenando el asombroso paisaje de oleadas de sensaciones tan fértiles,
mágicas y ligeras, que por un instante no fui yo ni mi cerebro desbocado.
Tan sólo el corazón llamó con los nudillos, carraspeó tal vez un algo
altivo e imperioso tratando de acotar aquel garbeo mío perezoso entre clamores floreados...