Es un día corriente. La mirada se regocija viendo que la luz se despereza a pesar del frío matutino, se levanta hermosa eludiendo el erizo de su piel. Yo la miro venir a mi rostro engomado al cristal.
Nos saludamos como viejas conocidas que mañanean juntas anticipándose a los ruidos. Tras el mudo intercambio, echo a volar mis latitudes, me expando en partículas diminutas diseminándome por mi sosiego. Me gusta el amanecer de mi propia orilla, la del mar de mis sentidos que se abren como antenas dispuestas a percibir la música del devenir diario. Las hojas del árbol que vive cerca de la ventana, chisporrotean con el cosquilleo que la brisa no deja de hacer en su verde fronda. Cuanta quietud en las horas previas al albor de todo.
Es como nadar en un estanque en donde, momentos antes y de incógnito, nadaron las estrellas jugando con la luna. Ahí, en ese espacio indefinido hecho de etérea espuma, reina el silencio. Estas horas en apariencia muertas para otros, para mí están más vivas que ninguna otra. En ellas soy pez y nado y nado insaciable, hasta que algún sonido me advierte ...
El vórtice real llegó con sus zarpadas a despegar la paz de mi aliento.