Reconocí el ansia indómita. De nuevo. Tantas veces me carcome dentro que ya no supone sorpresa alguna. No siempre es ansiedad alimenticia como en ese preciso instante en el que me moría de ganas de saborear el coulant de chocolate presumiendo ante mis ojos. No. Hay ocasiones que de manera indolente, así, de improviso, llega y me cruza un rayo la epidermis, la traspasa con su fuerza inesperada llegando al epicentro de mi vida: el corazón
Es otro tipo de desazón para nada apetecible, la verdad. Se llama emoción. Me aborda y ancla en mi por cualquier ínfimo detalle venido desde ese plasma atrapador donde unas tras otra nos bombean noticias de una realidad aplastante, rota, dolorosa, fulminadora de cualesquiera ilusiones que tímidamente osen atisbar nuestro entorno. Yo soy de niñ@s, siempre lo digo. Me parece mentira que diga esto...Desde los seis añitos comencé a rodearme de niños en casa. Los de mis hermanos. Hasta que empezaron a llegar los sobrinos era yo la reina de la casa, la pequeña de ocho, la chiquitina, margarita como me decía mi hermano mayor: mi margarita
Siempre supuse que era por mi blancura y porque me ponía amarilla de rabia por cualquier cosa que me contraviniera. Entonces, como digo, era la peque, la mimada. Ay, qué poco duró la blandura de hacer de mi capa un sayo, de ser llevada en andas. Entonces, conforme fueron apareciendo los diablillos, no me cansaba de repetir que no me gustaban nada, pero nada, los niños. Sin embargo y sin saberlo, iba desarrollándose dentro de mi un algo especial hacia ellos. Un día, de pronto, percibí una oleada de calor, un sentimiento infinito de ternura, una atolondrada "ansia" de abrazar a esos locos bajitos. Al fin, pensé, adoro a estas personitas, sí. Me encantan sus espontaneidades, su sinceridad, su falta, por suerte, de miramientos y por tanto, de subterfugios. La naturalidad de sus hechos era y es agua fresca inatrapable, pero...a la vez, son tan ingénuos, tan dúctiles, tan frágiles en manos de tanto desaprensivo, de la infinita deshumanización...
De ahí, que cuando arriba a mis ojos un cúmulo de imágenes de pequeños sufriendo; sucios, llorosos, heridos por dentro y por fuera...No puedo. No. Lo digo sin vergüenza: lloro
Hace días vi en las noticias un niñito negro apareciendo en un poblado con dos piernitas de alambre, comido por las moscas, de huesos a flor de piel y sin apenas poder caminar...lo habían repudiado los suyos por algo relacionado con la brujería. Uf, ¿en qué mundo vivimos que no somos capaces de llevar lo necesario a esos lugares en los que tantas carencias tienen, entre ellas, la cultura?
He dicho ¿cultura?
¿Podemos los otros, muchos otros países y sus habitantes, presumir de esa erudición cuando los estamos ninguneando o lo que es peor, utilizando vilmente en nuestro beneficio?
Lloré entonces. Lloro a cada poco viendo los telediarios que no puedo dejar de ver por mucho que lo diga. Lloraré, me temo, muchas veces más y en cualquiera de mis instantes. Lo haré contemplando la maleza de este sinuoso bosque en el que desaparece gran parte de la infancia ante la desmedida y cada vez menos inusitada indiferencia.
Es otro tipo de desazón para nada apetecible, la verdad. Se llama emoción. Me aborda y ancla en mi por cualquier ínfimo detalle venido desde ese plasma atrapador donde unas tras otra nos bombean noticias de una realidad aplastante, rota, dolorosa, fulminadora de cualesquiera ilusiones que tímidamente osen atisbar nuestro entorno. Yo soy de niñ@s, siempre lo digo. Me parece mentira que diga esto...Desde los seis añitos comencé a rodearme de niños en casa. Los de mis hermanos. Hasta que empezaron a llegar los sobrinos era yo la reina de la casa, la pequeña de ocho, la chiquitina, margarita como me decía mi hermano mayor: mi margarita
Siempre supuse que era por mi blancura y porque me ponía amarilla de rabia por cualquier cosa que me contraviniera. Entonces, como digo, era la peque, la mimada. Ay, qué poco duró la blandura de hacer de mi capa un sayo, de ser llevada en andas. Entonces, conforme fueron apareciendo los diablillos, no me cansaba de repetir que no me gustaban nada, pero nada, los niños. Sin embargo y sin saberlo, iba desarrollándose dentro de mi un algo especial hacia ellos. Un día, de pronto, percibí una oleada de calor, un sentimiento infinito de ternura, una atolondrada "ansia" de abrazar a esos locos bajitos. Al fin, pensé, adoro a estas personitas, sí. Me encantan sus espontaneidades, su sinceridad, su falta, por suerte, de miramientos y por tanto, de subterfugios. La naturalidad de sus hechos era y es agua fresca inatrapable, pero...a la vez, son tan ingénuos, tan dúctiles, tan frágiles en manos de tanto desaprensivo, de la infinita deshumanización...
De ahí, que cuando arriba a mis ojos un cúmulo de imágenes de pequeños sufriendo; sucios, llorosos, heridos por dentro y por fuera...No puedo. No. Lo digo sin vergüenza: lloro
Hace días vi en las noticias un niñito negro apareciendo en un poblado con dos piernitas de alambre, comido por las moscas, de huesos a flor de piel y sin apenas poder caminar...lo habían repudiado los suyos por algo relacionado con la brujería. Uf, ¿en qué mundo vivimos que no somos capaces de llevar lo necesario a esos lugares en los que tantas carencias tienen, entre ellas, la cultura?
He dicho ¿cultura?
¿Podemos los otros, muchos otros países y sus habitantes, presumir de esa erudición cuando los estamos ninguneando o lo que es peor, utilizando vilmente en nuestro beneficio?
Lloré entonces. Lloro a cada poco viendo los telediarios que no puedo dejar de ver por mucho que lo diga. Lloraré, me temo, muchas veces más y en cualquiera de mis instantes. Lo haré contemplando la maleza de este sinuoso bosque en el que desaparece gran parte de la infancia ante la desmedida y cada vez menos inusitada indiferencia.
*Os iba a decir que siento esta perorata, pero no. Mi isla es un lugar para escribir lo que siento
y siento tanto todo esto que en algún momento tenía que llorarlo en letras...
Besos.