...los libros son como las fotos.
Puede que parezca una afirmación desacertada; no para mí.
Ayer muy de mañana, observando detenidamente las estanterías, con la sana intención de desvestirlas de esos tomos que acaban por acumularse en perfecto desorden y en cuyas espaldas a buen seguro hallaría partículas de polvo, pensé al mirarlos, en que tengo libros de todas las edades; las mías.
Pensé, naturalmente, en esos muchos encajados ya por falta de espacio. Los imaginé amortajados eternos sin que la muerte se atreva jamás a llevárselos, entre otras cosas, porque yo no se lo permitiría. Me gusta sacarlos de cuando en cuando, dejar que mis ojos se posen en sus portadas, en las letras más o menos pequeñas, en mis letras por rincones, laterales, esquinitas...en aquellas flores en algunas de sus páginas llamándome a recordar el motivo de su seca apariencia entre las hojas.
La pereza tibia envolvía mis manos, casi parecían querer resguardarse en los bolsillos de mi bata dejando para otro momento tan ardua tarea, sobre todo, a sabiendas de la predisposición de ésta que escribe por perderse en los recovecos ocultos de la memoria.
Así fue como, tras lanzarme de lleno a su aseo, comenzó mi mente a pasear hacia atrás.
Un cangrejo caminando por la orilla del recuerdo.
Este libro lo compré a los pocos días de salir del hospital...y me vi a los diecisiete con mi pijama de lunas esperando que me operasen de apendicitis. Los médicos me concedieron permiso para ponerme pijama mientras el resto de gente iba con aquellos camisones ridículos que se abren por detrás dejándote las posaderas desnudas al aire.
Aquel otro me lo regaló aquella amiga que marchó tan lejos, a la que con el tiempo fui perdiendo de vista hasta no verla más. Ese, ay ese, ese me lo encontré un día en el pupitre del instituto con una flor encima...nunca supe quién me lo regaló. O ese librito que mi hermana me regaló por mi cumpleaños en plan divertido...¡vaya título! dije cuando me lo dio. Ella reía con su risa de cascabel...recordarla me estremece, hace que me duela el pecho, arrastra lágrimas que creía ya extintas.
Llego con la bayeta a cada uno de ellos como si fuesen hijos pequeños que yo no parí, pero a los que crié y terminé amando sin remedio. Hallé de nuevo aquel de poemas de Rumi, el poeta persa que desconocía hasta que aquel profesor de filosofía me lo regaló un día en el que me pilló en la cafetería absorta en mis pensamientos, abrumada aún por la pérdida de mi padre. Recuerdo, inevitablemente, cómo se sentó a mi lado recitándome...
La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que a perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor...
Toma, me dijo, compartes apellido con un ilustre poeta, leélo, siente sus poemas. La poesía ayuda a evadirse, a asentarse, a, también, volatilizarse por momentos.
Ahí estaba como siempre, impertérrito, llevándome de nuevo a aquel instante.
Tras la limpieza, una vez desalojados de ese peso inútil que los afea, pensé en todo lo que me habían dado de nuevo. Volvieron a llevarme al tiempo de su tiempo, de su mano, retrocedí a mis edades, a los sucesos donde ellos fueron conmigo.
Así llegué a esa conclusión que puede parecer desacertada, aunque no para mí tras leer mi corazón.
¿Qué pulido podría necesitar el espejo del corazón?
Entre el espejo y el corazón ésta es la única diferencia:
El corazón oculta secretos, pero el espejo no.
Rumi.
*Siento la extensión. Ya sabéis...se me derraman las letras...